Mucho se critica, y con razón, la falta de financiación que particulares y empresas sufrimos pese a disponer a nuestro alrededor de numerosas oficinas bancarias. Aún teniendo clara esta necesidad, no se entiende que no acabe de atajarse el problema tras una oleada de fusiones y un importante desembolso público.
La verdadera voluntad de los bancos es prestar el dinero, puesto que de eso viven. El negocio bancario es la compraventa de dinero, lo compra mediante depósitos bancarios pagando unos intereses, y lo vende en forma de préstamos cobrando un interés aún mayor. ¿Qué negocio pretende disminuir su volumen? Pero no puede realizarlo porque se encuentra ante varios dilemas que afrontar.
El primer dilema que se encuentra un banco es saber si el cliente que le solicita un préstamo es solvente o no. En los últimos años el concepto de cliente solvente ha cambiado diametralmente. Antes tener un contrato fijo era una garantía de ingresos estables, hoy en día con la ingente cantidad de Expedientes de Regulación de Empleo aprobados en los últimos años nadie tiene garantizada su continuidad en su puesto de trabajo, o el mantenimiento de la jornada laboral íntegra. Antes los funcionarios tenían una extraordinaria estabilidad de ingresos, hoy en día hay una enorme incertidumbre al respecto. Antes una empresa solvente era aquella que presentaba unos balances sólidos, y hoy en día…
Sin olvidar que en muy pocos años se han destruido cerca de tres millones de empleos, y una inimaginable cantidad de empresas. Por lo que los bancos han perdido muchísimos clientes “solventes” antes, hundidos hoy. Lo que supone una enorme pérdida de dinero también para los bancos.
El segundo dilema es la cantidad de dinero disponible para prestar. La última regulación internacional bancaria llamada Basilea III aprobó en septiembre de 2010 un incremento del porcentaje de la capitalización del 4% al 7% en un calendario plurianual. Los llamados “test de stress” que en verano publica el Banco Central Europeo, miden exactamente esto, el ratio de capitalización o Tier 1, la fortaleza, la solidez.
Para que todos lo puedan entender: la capitalización no es más que el porcentaje de dinero que pertenece al banco (capital social más beneficios acumulados, menos pérdidas) sobre el total de dinero disponible por el banco.
Es decir, un banco que tenga un ratio Tier 1 de 10%, significa que de 100 euros que presta, 10 pertenecen al banco, y los restantes 90 pertenecen a depósitos bancarios o préstamos recibidos de otras entidades (en cualquier caso, disponibles por el banco y por ello los presta).
El objetivo de esta nueva regulación es dar mayor solvencia a la banca, ya que si aumenta la capitalización, dispondrá de mayores reservas para soportar pérdidas. Hay cuatro vías posibles, totalmente complementarias: acumulación de beneficios; ampliación del capital social por parte de los accionistas; subvención pública; y reducción del Activo, es decir, prestando menos. Si un banco tiene 10, y se le exige que retenga el 4%, podrá prestar hasta 250; en cambio si le obligamos a retener un 7%, no podrá prestar más que 142. Luego la nueva normativa influye y mucho.
En el telón de fondo de esta cuestión está la regularización de los inmuebles embargados. La estrategia del gobierno pasa por obligar a los bancos a declarar las pérdidas de valor de dichos inmuebles, aunque no se pongan a la venta aún, a fin de conocer la verdadera situación de cada entidad. Pero aflorar estas pérdidas supone una importante reducción del capital, disminuyendo el ratio, dificultando aún más el cumplimiento de Basilea III.
La propuesta gubernamental de inyección de capital se pretende hacer con bonos convertibles, lo que significa que el banco deberá devolver el capital con intereses a largo plazo, pero al mismo tiempo figurarán en el balance como mayor capital, y no como un préstamo recibido. Si la entidad no pudiera devolver el capital, los bonos se “convertirán” (de ahí el nombre) en acciones, por lo que el Estado sería un nuevo propietario del mismo.
Si pretendieramos que la recapitalización bancaria se ejecute sin coste para los contribuyentes, bastaría con fomentar el crédito (bajando el ratio), circulando más crédito se obtienen mayores beneficios, y con mayores beneficios ya estaría hecha. Pero como esta historia nos suena a todos, y ya sabemos cuál es el final, tendemos a ir como un péndulo de extremo a extremo sin hallar un punto de equilibrio.
¿Prestar o no prestar? Ésa es la cuestión. Todo un dilema “hamletiano”.
Miguel Costa